Había
en sus ojos
esa
niebla de las tardes tormentosas.
Una
niebla
que
me recordaba
la
mirada que tenía
cuando
a cierta hora de la tarde
me
invitaba
a
ser felices en una playa escondida.
Se
dejaba amar
como
si fuera ella una isla
y
yo el mar embravecido
que
sin cesar la tomaba y la dejaba.
Era
un amor
atormentado
por la pasión
que
parecía
que
nunca fuera a terminar.
Desnuda
ella era la tierra florecida.
En
ella todo era
suave
y firme, dulce y fortuito.
Era
su vida sólo suya
como
cada uno de los secretos
que
jamás me confesó.
Pero
en su piel yo adivinaba
otros
mundos, otros hombres,
tantos
sueños...
Yo
la quise a mi manera,
como
un hombre
que
ha de partir, como lo que soy,
un
soñador
sin
esperanzas y sin destino.
A
veces despierto
envuelto
en la luz
del
verano
y
siento en la piel
que
su olvido se quiebra
y que aún nos recordamos en la niebla
atormentada de la soledad.