Se
cruza una vez más Lorenzo Jaramillo por mi vida. Como un fantasma
del colegio que sigue rondando esa otra memoria en que habitan las
sombras y olvidos de las otras vidas que fui. Más de un compañero
del colegio ha muerto. En mi imaginación aún somos los niños de
las fotos del colegio: grandes, chiquitos, gordos, flacos, feos,
bonitos, vivos, bobos, inteligentes, normales, tímidos, pendejos,
matones, sucios, limpios, bien vestidos o desarreglados. Cada uno un
universo para sí. Una posibilidad de ser. Allí seguimos todos los
que fuimos al Colegio Andino. Los que nacimos en la mitad de los años
cincuenta sentados mirando a la cámara. Detenidos en el instante.
¿Qué
fuimos? ¿Qué logramos? ¿Qué queríamos? ¿Qué se hizo realidad
de lo que hubiéramos podido ser?
Poco,
muy poco. Por lo que veo en la red. Somos personas sin importancia,
sin trascendencia, unos pocos entre miles de millones. Vivimos, que
ya es mucho, pero nada más. Algunos murieron de infartos, en
accidentes, antes de que fuera su momento. La mayoría hombres. Unos
fallecieron entre los suyos, otros perdieron la vida lejos de los
demás o en el extranjero. Ya no estamos todos y los que quedamos no
hemos hecho algo sobresaliente, único, maravilloso, que trascienda.
Es cierto que no nacemos para trascender. Con vivir hemos hecho lo
que somos. Pero es desconcertante que de todos los del Colegio
Andino, tan orgullosos de pertenecer a la élite, a los pocos,
ninguno de los que yo conozco, sea mayor, de la misma edad o menor,
ha hecho algo por lo que deba ser recordado. Somos una generación
más. Burgueses todos. Unos ricos, otros millonarios, la mayoría
clase media alta o media. Todos fueron a las mejores universidades.
Algunos lograron cargos importantes. Pero no fueron nada especial.
Normales. Uno más.
El
colegio fue mi primer mundo. Donde por primera vez estuve sin la
protección, el amor y la guía de mamá y papá. En ese microcosmos,
que fue todo mi universo por trece años, aprendí a valerme por mí
mismo. A defenderme, a evitar a los matones, a hacerme invisible, a
ser uno más entre otros. Hice amigos, pertenecí a un grupo. El
colegio me dio la oportunidad de saber que allá afuera, más allá
de mi casa, el mundo no es fácil, si uno se descuida se lo devoran.
Los niños son implacables. Notan una debilidad y la resaltan sin
misericordia, condenan al desafortunado a ser lo que no es para
siempre. La burla, el matoneo y el pordebajear a otros era de lo más
normal en el colegio. Comenzando por algunos maestros que se
desquitaban de sus frustraciones con los alumnos. Se burlaban de los
errores, del miedo, de la timidez, de la vulnerabilidad de cada uno
de esos niños que les fueron encargados para hacerlos mejores. Los
matones eran lo peor. Siempre al acecho del débil, del descuidado
para pegarle, para humillarlo, para corretearlo por el patio del
colegio, para amenazarlo, para robarle las onces, para divertirse a
costa del miedo de los otros. Maldito Colegio Andino, por sus puertas
entré por primera vez al infierno que son los otros.
Lorenzo
Jaramillo, si mi memoria no me falla, era de uno de los tres kinderes
paralelos que había cuando yo era chiquito. Era distinto a los
demás. Callado, silencioso, diferente, caminaba de una manera que
ninguno de esos feroces niños que éramos lo hacía. Era la víctima
ideal para que se burlaran de él. En mi memoria, lo veo caminar por
la cancha de básquet que daba a la puerta de la calle 82. Caminaba
muy derecho, por la mitad de la cancha, solo, con una maleta de cuero
en la mano derecha mientras algunos le decían cualquier cosa.
Siempre una burla. Burlas que para él, ahora que lo pienso, tuvieron
que ser dolorosas y humillantes. De niño no pensé en ello, pero sí
intuía que estaba mal. Pero de niño sobre todo prevalece el
instinto de superviviencia. Al verlo agradecía no ser la víctima
del matón y su grupo de lacayos, o de cualquiera que tuviera ganas
de desquitarse de su miserable vida. El colegio es un aprendizaje
forzoso de cómo sobrevivir entre enemigos. Nada marca más que las
burlas de los compañeros del colegio. Más si son en grupo y uno
está solo e indefenso. Diga lo que diga está perdido.
Lorenzo
Jaramillo nunca dijo nada. Ni se defendía, ni se inmutaba. Seguía
caminando hasta la salida y luego bajaba hasta la quince y caminaba
hasta su casa que era en la 86 con 20, si mal no recuerdo. Una casa
donde eran cultos, inteligentes y llenos de inquietudes. Debía ser
el paraíso para él.
Al
salir del colegio, cada uno cogió su camino. Se fue en busca del
destino. Entré a la Universidad de los Andes a estudiar
arquitectura. Hice tres semestres y luego hice dos semestres de
derecho y me salí. Mi vida no estaba allí. Y así cada uno estudió
una carrera. Lorenzo Jaramillo entró a la Universidad Nacional a
Bellas Artes. No terminó y se fue de Colombia. Me imagino que para
al fin poder ser, para vivir.
No
supe más de él, ni de mis compañeros de colegio, ni de nada que
tuviera que ver con el Colegio Andino. Por muchos años, décadas en
realidad, me negué a tener nada que ver con ese sitio y ese mundo
que no me gustaba, donde aprendí a no ser yo, sino una máscara con
la que parecer otro.
Hasta
que en 1992 apareció una película/documental de Luis Ospina,
Nuestra Película, que son charlas con un Lorenzo Jaramillo de
treinta y seis años consciente de que está muriendo de sida. Una
película conmovedora, humana y real. Fue entonces que conocí la
obra pictórica de Lorenzo Jaramillo. Uno de los pintores más
importantes de su generación. Su trabajo expresionista, su manejo
del contraste y del color me impactó. Le abrió caminos nuevos a mi
forma de ver la pintura y el arte.
Más
de mil obras dejó Lorenzo Jaramillo para la posteridad.
Hoy
el Colegio Andino, ese que fue de él, de muchos y mío, el de la 82
con 11, no existe. Es un centro comercial. Ni la Bogotá de esos que
fuimos cuando estuvimos en el colegio existe. Nada de lo que fue es
hoy. Salvo la obra de Lorenzo Jaramillo. El único alumno del colegio
Andino que trascendió.